EL NUEVO PACTO: DEFINITIVO Y PERMANENTE
El Nuevo Pacto es el cuarto de los pactos que tienen que ver con el programa de Dios para la restauración total del ser humano. Es el pacto final y definitivo donde el Verbo divino (Juan 1:1-4) toma forma humana para presentar ante el Padre el único sacrificio capaz de liberar a la raza humana de la esclavitud del pecado y su consecuencia, la condenación eterna, (Juan 3:16).
Es el cumplimiento y perfeccionamiento de la ley mosaica, (Mateo 5:17). Toda la parte ceremonial y festiva del antiguo pacto prefiguraba la vida y obra del Mesías Jesucristo; era como la sombra de los bienes venideros, (Hebreos 10:1), sin embargo, la parte espiritual y ética sigue perfectamente vigente, (Mateo 5:18). Jesús tuvo que redefinir algunos conceptos malentendidos por las personas bajo el viejo testamento, (Mateo 5:21-48).
Desde el principio, Dios estableció el derramamiento de sangre animal para los sacrificios, (Génesis 4:4). Esto se reglamentó formalmente bajo el antiguo orden; la sangre representa la vida terrenal, la cual fue dañada a causa del pecado, (Génesis 9:4; Levítico 17:11,14). De manera similar, el nuevo pacto se instituyó con el derramamiento de sangre, pero no cualquier sangre, sino con la del Hijo de Dios, el único que podía ofrecer un sacrificio perfecto ante el Padre por nosotros, como un cordero sin mancha, ni contaminación, (1 Pedro 1:19). El sacrificio de Jesús anuncia que la naturaleza humana pecaminosa ha sido desechada, para efectos divinos, y se da paso a un nuevo nacimiento de carácter espiritual (Juan 3:3-8).
En el Nuevo Pacto se restablece la comunión entre Dios y aquellos que se vuelven a Él, la deuda del pecado es borrada completamente y se da un nuevo comienzo en la vida del creyente, (2 Corintios 5:17). La muerte sacrificial de Jesús, no solamente nos ofrece promesas para esta vida, sino que nos garantiza la vida eterna con Dios, (Mateo 19:29; Juan 3:13-16; 5:24; 6:47, entre otros). Cabe aclarar que todos los seres humanos tenemos existencia eterna, nuestra vida no desaparece después de la muerte; la diferencia es que unos despiertan a la eternidad para vida, otros para vergüenza y confusión perpetua, (Daniel 12:2,3).
El nuevo pacto fue anunciado mientras el antiguo estaba vigente; Moisés, Jeremías y Ezequiel profetizaron sobre este acuerdo definitivo y final con la casa de Israel, que también beneficia a todas las naciones de la tierra, (Jeremías 31:31-34; Deuteronomio 30:6; Ezequiel 36:26-27; Gálatas 3:16).
El nuevo pacto hace posible el perdón de nuestros pecados y la entera justificación ante el trono del Padre. La barrera espiritual entre Dios y el pecador es removida y el creyente tiene acceso directo ante el trono de la gracia o lugar santísimo, para una íntima comunión con el Creador; por esta razón, el velo del templo se rasgó al Jesús entregar su vida en el Calvario, (Mateo 27:51; Lucas 23:45).
Como consecuencia de esta redención, el Espíritu de Dios llega a hacer morada permanente en nosotros, algo esencial que se había perdido desde la caída del hombre en el Edén, (Juan 14:15-27; 1 Corintios 3:16,17; 1 Corintios 6:19; 2 Corintios 6:16). De esta manera, el creyente obedece la ley de Dios y le sirve por la convicción interna del Espíritu, no tanto por el estricto régimen de la letra, (Romanos 7:6; 2 Corintios 3:6). Bajo el antiguo pacto, el Espíritu de Dios venía sobre ciertos hombres o mujeres en determinadas ocasiones y los usaba para lo que fuera necesario, como era el caso de los profetas, sacerdotes, salmistas, jueces, artesanos del templo; sin embargo, no moraba permanentemente en ellos, sino que caminaba con ellos, (Jueces 3:10; 6:34; 11:29; 14:6; 1 Samuel 10:10; 16:13; 1 Reyes 18:1, Ezequiel 11:5, etc.). Fueron grandes héroes de la fe, pero carecían de la obra de renovación interior que el Espíritu produce cuando mora en nosotros. Por esta razón, Jesús dijo que Juan el Bautista fue el mayor de los profetas bajo el antiguo pacto, pero que el más pequeño dentro del reino de los cielos (nuevo pacto) es mayor que él, (Mateo 11:11).
Satanás luchó hasta lo último para evitar la redención, pensó que llevando a Jesús a la cruz, acabaría con su vida y toda esperanza de liberación para el mundo. No eran muchas las opciones que tenía; sería quebrantar la voluntad de Jesús, a través de las aflicciones, para que se rindiera y no cumpliera con su misión o llevarlo a la cruz para detener su obra. Por eso, mientras el Señor pagaba el precio de nuestra salvación en la cruz, hubo una gran batalla en el cielo entre el Arcángel Miguel y los ángeles de Dios contra Satanás y sus ángeles caídos, (Apocalipsis 12:7-17). Esta guerra en el mundo espiritual se manifestaba en las densas tinieblas que arroparon el mundo mientras Jesús agonizaba en la cruz, (Mateo 27:45).
El sacrificio de Jesús hizo posible que el enemigo fuera expulsado del cielo permanentemente. Jurídicamente, Satanás tenía acceso ante Dios, por causa del pecado, (Job 1:6,7; 2:1,2). Al no haber sido efectuada la redención, no había una base legal para expulsarlo; era totalmente necesario que el Señor dejara claro su justicia y verdad ante las huestes celestiales y a la vez probar fuera de toda duda razonable las mentiras y engaños del enemigo.
El sacrificio de Jesús representa la derrota más grande que el diablo haya sufrido; fue avergonzado y exhibido públicamente mediante la muerte y resurrección del Señor, (Colosenses 2:13-15). Esta expiación, además trajo consigo el regalo de la vida eterna, esto se vió representado en la resurrección de algunos santos, al momento de Jesús morir, (Mateo 27:51-53; Juan 11:25; 2 Timoteo 1:10). Cristo es el cumplimiento de la promesa divina sobre el Escogido de Dios, nacido de mujer, (Gálatas 4:4) que aplastaría la cabeza de la serpiente, (Génesis 3:15). Literalmente aplastó el reino de muerte que imperaba sobre toda la humanidad, a causa del pecado adámico, (Romanos 5:12-21; 1 Corintios 15:21,22; Hebreos 2:14,15) y abrió para los creyentes un camino nuevo y vivo hacia el Padre, (Hebreos 10:19-22).
Esto nos enriquece con toda clase de bendición espiritual, desde los lugares celestiales, (Efesios 1:3). Nos posiciona como el cuerpo de Cristo sobre el mundo, destinado a vencer y a sujetar a todos los enemigos de Dios bajo el estrado de sus pies, (Romanos 12:4,5; Efesios 1:18-23; Efesios 2:4-7; Hebreos 10:12-14). Esto se realiza mediante la proclamación de la Palabra de Dios y la ministración del poder del Espíritu Santo operando en y a través de la Iglesia, (Lucas 10:19,20; Apocalipsis 12:10,11). No se logra con palabras persuasivas de humana sabiduría, para que no haga vana la cruz de Cristo, (1 Corintios 1:17; 2:4,5).
El nuevo pacto originalmente fue dado a Israel, incluye promesas de ser fructíferos, de bendición y de una vida pacífica en la tierra prometida, (Deuteronomio 30:1-6; Ezequiel 36:28-30).
A Israel nunca se le prometió ser arrebatados al cielo, recibir cuerpos glorificados o las bodas del Cordero, estas son promesas dadas exclusivamente a la Iglesia; por esta razón, el apóstol Pablo se refiere a esto como un “misterio”, (1 Corintios 15:51-54).
Las promesas dadas en el Nuevo Pacto para la nación de Israel son de carácter terrenal: Un pueblo escogido para traer la verdad de Dios al mundo, una tierra prometida y un gobierno teocrático, desde donde el Mesías Jesucristo, junto con su Iglesia reinará sobre todas las naciones sobrevivientes, (Miqueas 4:1-5).
Bajo el antiguo pacto, las personas que deseaban conocer a Dios tenían que judaizarse y vivir en obediencia a la ley dada a Moisés; en cambio, en el nuevo pacto los judíos que quieran conocer al Señor, tienen que integrarse a la Iglesia, en cuyo caso ya no serían miembros de la nación terrenal de Israel, sino miembros del Israel espiritual, constituido de personas salvadas de todas las naciones de la tierra, (Romanos 2:28,29; Apocalipsis 5:8-10).
En la actualidad, Israel no disfruta del nuevo pacto porque cayeron en un estado de endurecimiento parcial, esto significa que están cegados a la revelación del verdadero Mesías (Romanos 11:25,26). Está ceguera espiritual es a nivel nacional, porque en términos individuales muchos judíos le sirven al Señor en la actualidad (judíos mesiánicos).
Esta condición estaba prevista por el Señor, por esa razón, dos días antes de su muerte hizo un gran lamento sobre la ciudad de Jerusalén, capital espiritual de Israel, (Mateo 23:37-39). Les anunciaba que no lo verían más (o no participarían del nuevo pacto) hasta que clamaran por el Mesías verdadero, (compare con Zacarías 12:10). Este gran clamor lo efectuará Israel después de la primera mitad del período de la tribulación, cuando el anticristo rompa el falso pacto y desate sobre ellos la persecución más cruel que se haya conocido. La profecía le llama a esto: El tiempo de la angustia de Jacob, (Jeremías 30:7; Daniel 12:1).
Pablo compara a Jesús como el árbol de olivo, cuyas ramas naturales son la nación de Israel, pero a causa de su incredulidad, fueron sacadas (endurecimiento parcial) para injertar unas ramas que no estaban (pueblo gentil) y hacerlos partícipes de los privilegios del nuevo pacto, (Romanos 11:17-24).
Esto provoca envidia en el judío ortodoxo, que no puede entender cómo Dios puede incluir a los gentiles incircuncisos en sus planes eternos, (Romanos 10:19-21). Esto ocurre en la religiosidad, cuando se omiten detalles que Dios ha dicho y se añaden cosas que las personas se imaginan, (Oseas 4:6). Dios fue muy claro desde el principio que en sus planes estaban todas las naciones de la tierra, no solamente un pueblo, (Génesis 26:4; Hechos 3:25; Gálatas 3:16).
La razón primordial por la que Dios eligió a Israel y lo separó de las demás naciones para ser su pueblo escogido fue, que a pesar de que eran una nación débil, insignificante, que ni siquiera eran diestros para la guerra (Deuteronomio 7:6-11), el Señor habría de mostrar su poder sobre ellos y hacerlos una gran nación, para que no quede duda que el poder está en Dios y no en las habilidades de los seres humanos, (1 Corintios 1:26-29). Para estos efectos, hizo pacto con sus progenitores: Abraham, Isaac y Jacob.
El Señor Jesucristo anunció en la última cena el establecimiento del nuevo pacto a partir de su sacrificio en la cruz del Calvario, “Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre, que por vosotros se derrama”, (Lucas 22:20).
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